Roído el silencio por el tráfico diario,
me aturdía un ruido ensordecido
por el que nadie ya se inmuta en el país de los sordos.
Un arcoíris invisible, letal, se extendía hasta el horizonte,
matándonos lentamente, sigiloso, sin piedad,
como una lluvia ácida en el desierto.
Muertos ya estaban, sedientos de una sed equivocada.
Abandoné lo que llaman civilización.
Me alejé del hombre y sus inventos.
Siendo uno con ella, la naturaleza es mi refugio.
Pego mi oído al suelo, y escucho el pulso de la tierra.
He aprendido sus ritmos, y ella me ha curtido
en el arte esencial de la supervivencia,
lejos del mundo de la palabra.