No aguantó la mirada limpia del muchacho. En un arrebato de ira descargó sobre su rostro la culata del revólver.
“Pequeño hurón” cayó a un lado y la roca se tiñó con su sangre. No se quejó ni protestó. Permaneció quieto con la cara pegada al suelo y solo escuchó el pulso de la tierra.
̶ No me entiendes, ¿eh, maldito potro emplumado? ¡A ver si entiendes esto!
Extrajo el cargador. Retiró con parsimonia algunas balas. Hizo girar su ruleta, y apuntó al muchacho. Extendió tres dedos en una mano; con la otra comenzó un juego despiadado.
“Pequeño hurón” lo miró a los ojos sin moverse, desconcertado, sin apenas comprender.
La suerte le acompañó en el primer disparo: el cargador esta vez iba vacío. “Pequeño hurón” desvió luego sus pupilas; creyó ver por el rabillo del ojo, casi oculto por los flecos de su cabellera, una sombra agitándose bajo un cielo plomizo. Fue por esto que la segunda bala impactó en la roca. Su cuerpo tembló con el estruendo y la pradera se estremeció.
Luego vio al halcón, cebándose en el sombrero del hombre. Los tiros al cielo erraron el blanco, y en él buscó el pistolero con rabia. Las piedras le hicieron resbalar, y cuando quiso recuperar el equilibrio, ebrio aún de alcohol, tropezó con las piernas de su rehén y cayó rodando por la pendiente. Saltó un desnivel y a cien yardas se detuvo dolorido. Empezó a blasfemar y a gruñir. Maldijo al sol y a la lluvia, la tierra inmensa y a todas las tribus salvajes. Se había roto una pierna, o eso creía. Le fue imposible levantarse. Su propio peso y las ropas mugrientas que anudaban su cuerpo le obligaban a arrastrarse como un saco de piedras. Cada palmo era un suplicio. Fue inútil alcanzar el arma: había escapado de su mano y no podía verla.
“Pequeño hurón” se incorporó. La pradera le mostró el trayecto que el hombre blanco había recorrido en su caída; tras un salto de rocas, escapaba a su visión. Luego cayeron las primeras gotas. Se mantuvo alerta hasta que empezó a descargar con fuerza. Después, como en un trance, alzó los brazos juntos y en pie miró a lo alto. Agradeció de este modo al Padre Cielo la lluvia con que limpió sus heridas; en ella lavó su torso, sus brazos y sus piernas.
Pasó el aguacero, y el viento limpió la pradera más allá del horizonte; secó su piel tostada. Enraizado otra vez a la tierra en que nació, devolvió agradecido la sonrisa a los espíritus de la pradera; se alejaban jugando entre las espigas. Antes de emprender la marcha se recostó de nuevo en la roca plana, pegó su oreja a ella, y esta vez la tierra habló: le avisó de la llegada del oso.
“Pequeño hurón” lo esperó sentado. Cuando se acercó a él, lo miró a los ojos y le habló. Le dijo que debía vivir aún porque había prometido a sus padres que en la próxima estación abatiría su primer búfalo. Le pidió que le dejara marchar para avisar a su pueblo del acoso del hombre blanco –le enseñó sus muñecas atadas con cuerdas-, porque como dijo “Águila en la cima” al hombre blanco le perseguía una maldición: tenía el poder de marchitar la tierra que hollaba, y debían prepararse; que si el hombre blanco ocupaba las tierras libres, profanaría el bosque, quebraría los árboles, daría caza al oso y al ciervo; la hierba no crecería más.
No quedó el oso contento con esta amenaza; meneó el hocico, alzó a un lado su cabeza chata, y emitió un gruñido largo. Después se despidió del muchacho, y bajó la ladera siguiendo el rastro de una presa fácil cuyo olor denso y agrio era un clamor.
Pequeño hurón rompió sus ataduras en una roca afilada. Y así fue como alcanzó, resollando, el poblado, repitiendo sin parar un reclamo que al principio su gente no entendió. Todo fue oportuno. Pareciera que entre lo alto y lo profundo hubiese un acuerdo, porque dos lunas después, bajo el cielo estrellado, “Águila en la cima” inició los rituales. Danzando en torno al fuego “pequeño hurón” se empoderó y fue llamado desde entonces Yututskwa Nuymacama, que significa: “la Madre Tierra me protege”.