UN DÍA DE ESTOS

Un día de estos, tomaré en un puño todas las máscaras y estigmas que la sociedad y la fuerza de la costumbre han ido tejiendo sobre mí como una mortaja, y rasgaré esa vestidura de arriba abajo con un corte seco y limpio, como se abre un melón maduro. Que lo más tierno y jugoso habita dentro, protegido de la intemperie. Un día de estos.

REMORDIMIENTO

Rebasados los ochenta, se sentía como un viejo utilitario que ha ido perdiendo piezas por una carretera difícil. Se permitía aún caminar despacio pero erguido, respirar a veces a resuello. Aparte de esto había algo irrenunciable en su vida: necesitaba el perdón de su princesa; y no quería morir sin recibirlo. Por eso cada tarde, subía la calle angosta, por la que ya no cabían ni el orgullo ni la indolencia, y al llegar a la esquina, bajo el árbol reseco, alzaba la mirada a la ventana y creía ver, a través de un enjambre de ramas secas, una cortina que se agitaba para volver luego a su lugar, y siempre el corazón le daba un vuelco.  

BUENA ESPERANZA

Profético fue su nombre. Buena Esperanza. Desde las alturas, sobre una bruma densa, mi catalejo lo apuntaló: dibujó un sólo trazo, y mis ojos se abrieron como nunca antes. Y la mágica palabra quedó atrapada en mi garganta. Fue un golpe brutal. Basculamos. Me columpió en su vela antes de arrojarme al agua. Cuando salí a flote la carabela se astillaba y ardía entre los escollos. Me aferré a la esperanza, aún sin fuerzas para gritar: ¡Tierra, tierra! El Buena Esperanza mutaba hacia algo nuevo. Fue por eso que pude alcanzar la costa.  Mi regalo: otra vida. Y en la orilla, entre cuerpos inermes, entendí el mensaje.

FIEBRE

Uno más en vagón de cola,

los demonios andan sueltos en la madrugada.

Entre el vaho que destila la noche,

mi fiebre supura sombras inquietantes.

Retuerces en mi abrazo tu oscura melena.

Esa mirada ebria acaricia algún rincón de mi memoria.

Cuando el vagón escupa su carga,

tú seguirás ahí, columpiándote en mi abismo.

Aún pareces susurrarme:

Por nuestros días felices

6. Fragmento: Una guitarra

Giada se acercó despacio, sin hacer ruido, y vio a un anciano enjuto de barba blanca y descuidada cubierto con un sombrero puntiagudo; se apoyaba en el murete, a la sombra de un árbol desvencijado, mutilado como toda la hilera que a duras penas defendía del sol ese flanco de la plaza. El tiempo se había detenido allí, y solo la guitarra parecía pautar a su ritmo los minutos, destilando vida a una ciudad moribunda. A sus pies reposaba un bombín con algunas monedas. Giada permaneció a unos metros, inmóvil, solo escuchando las notas envolventes que parecían transportarla a un lugar remoto y vibrante. Tuvieron el mágico poder de hacer que los minutos que arrastraba el hastío volaran como instantes. La canción terminó y el viejo alzó la cabeza. Giada quiso creer que el sol filtrado entre las ramas secas había llenado de arrugas su rostro, cuando no era otra cosa que el silencio. Con él llegó un aroma, e intuyó una presencia.

   Giada entendió que era ciego.