
Casi huérfana de vida, la ciudad tenía más que nunca rostro de mujer, atrincheraba a los hombres en la Casa del Pueblo y en la Prefectura, organizando como podían la defensa de la ciudad. Massimo recorría las calles desangeladas. En su camino solo encontraba rostros femeninos: en el mercado o en improvisados tenderetes, en los negocios que aún permanecían abiertos, también en algunos edificios oficiales; los jardines públicos eran cultivados y vigilados con esmero por ellas, e incluso los tranvías que circulaban casi vacíos por las vías principales los conducían mujeres. Ante este escenario insólito le asaltaba una nueva preocupación, y como no podía ser de otra manera, tenía nombre de mujer.