INSPIRACIÓN

   El café Boeme está abarrotado. Ha llegado de la Provenza un grupo de artistas jóvenes liderados por un genio de la pluma, precoz y muy polémico, que crea revuelo por donde pasa.

 Pauline, que es poco amiga de  tumultos, abandona su hueco alegando cualquier escusa. Ya se ha impregnado de influencias y ha reído y compartido al calor de su pequeño círculo. Paga lo suyo en la barra. Un solitario eventual que bebe de pie se le ha quedado mirando desde el fondo; una mirada sostenida que ha hecho su efecto, estrechando el espacio en la penumbra. Pauline empuja con fuerza la puerta al salir, ahuyentando un impulso atávico. El magnetismo que ha fluido entre ambos la acompaña por las calles empedradas. 

Hay en el aire de la noche otra vibración, y un calor que parece emanar de la ciudad. Lo ha notado en la conversación encendida que enardecía el café. O tal vez es su mente, que tras semanas de encierro estéril, se abre a ese aliento universal que irradia la naturaleza, se deja preñar por él porque viene cargado de algo nuevo y deseado, y quiere seguir su estela. 

Pero ese mismo aliento le ha hecho dormir de un tirón, le ha regalado sueños empastados sobre un fondo de ocres y dorados, entre canciones y risas desenfadadas.

Al despertar ya es pleno día. Pauline descorre las cortinas y abre las ventanas y el balcón del apartamento. Entra una brisa como de aroma. Deja que todo circule. Mientras desayuna unas tostadas con el café siente las manos inquietas. Es un buen preludio. 

Luego corre ansiosa otra vez al estudio, después de tantos días cerrado y vacío. Contempla el lienzo que antes la dejó en evidencia, y ahora es ella quien lo reta orgullosa. Los blancos rotos que marchitan la ruinas de la mítica ciudad tienen las horas contadas. 

Pauline se remanga, empuja botes y espátulas. Con esa febril vehemencia  de sus arrebatos, va pinceles en mano, tornando a ocres la fisonomía de una acrópolis que no era creíble.

Solo cuando llaman a la puerta, comprende que la mañana ya es tarde, y ni siquiera ha parado a comer algo.

Jasmine entra resuelta y al verla atareada sonríe complacida. Le planta dos besos. 

  • ¿Cómo lo llevas? La portera me ha pedido que te suba estas flores.

Pauline las mira sorprendida.

  • ¡Qué bonitas! ¿Quién las habrá traído?
  • Algún admirador secreto.

Pauline no se detiene a mirar la tarjeta.  Deja el ramo de crisantemos sobre el escritorio y arrastra a Jasmine al estudio.

  • Entra, a ver qué te parece.

La galerista se embebe de cada trazo todavía fresco con los ojos muy abiertos.

¡Sencillamente genial!  -exclama entusiasmada- Niña, quiero ver más cosas como esta. Estás en el camino. Esto es solo el principio. ¡Y qué principio! –añade, hipnotizada frente al caballete, mientras la agarra por el brazo para bajar luego hasta apretar la mano caliente y oleosa de la artista.

YUTUTSKWA NUYMACAMA

No aguantó la mirada limpia del muchacho. En un arrebato de ira descargó sobre su rostro la culata del revólver.

“Pequeño hurón” cayó a un lado y la roca se tiñó con su sangre. No se quejó ni protestó. Permaneció quieto con la  cara  pegada al suelo  y solo escuchó el pulso de la tierra.

   ̶ No me entiendes, ¿eh, maldito potro emplumado? ¡A ver si entiendes esto!

Extrajo el cargador. Retiró con parsimonia algunas balas. Hizo girar  su ruleta, y apuntó al muchacho. Extendió tres dedos en una mano;  con la  otra comenzó un juego despiadado.

“Pequeño hurón”  lo  miró a  los  ojos  sin moverse, desconcertado, sin apenas  comprender.

La suerte le acompañó en el primer disparo: el cargador esta vez iba vacío. “Pequeño hurón”  desvió  luego sus pupilas; creyó ver  por el  rabillo del ojo, casi oculto por los flecos de su cabellera, una sombra agitándose bajo un cielo plomizo. Fue por esto  que la segunda bala impactó en la roca. Su cuerpo tembló con el estruendo y  la  pradera se estremeció.

Luego vio al  halcón, cebándose en el sombrero del hombre. Los tiros al cielo erraron el blanco, y en él buscó el pistolero con rabia. Las piedras le hicieron resbalar, y cuando quiso recuperar el equilibrio, ebrio aún de alcohol, tropezó con las piernas de su rehén y cayó rodando por la pendiente. Saltó un desnivel y a cien yardas se detuvo  dolorido. Empezó a blasfemar y a gruñir. Maldijo al sol y a la lluvia, la tierra inmensa y a todas las tribus salvajes. Se había roto una pierna, o eso creía. Le fue imposible levantarse. Su propio peso y las ropas mugrientas que anudaban  su cuerpo le obligaban  a arrastrarse como un saco de piedras. Cada palmo era un suplicio. Fue inútil alcanzar el arma: había escapado de su mano y no  podía verla.

“Pequeño hurón” se incorporó. La pradera le mostró el trayecto que el hombre blanco había recorrido en su caída; tras un salto de rocas, escapaba a su  visión. Luego cayeron las  primeras  gotas. Se mantuvo alerta hasta que empezó a descargar con fuerza. Después, como en un trance, alzó los brazos juntos y en pie miró a lo  alto. Agradeció de este modo al Padre Cielo la lluvia con que limpió sus heridas; en ella lavó su torso, sus brazos y sus piernas.

Pasó  el aguacero, y el viento limpió la pradera más allá  del  horizonte; secó su piel tostada. Enraizado otra vez a la tierra en que nació, devolvió agradecido  la sonrisa a los espíritus  de la pradera; se alejaban jugando entre las espigas. Antes de emprender la marcha  se  recostó de nuevo en la roca plana,  pegó su oreja a ella, y esta vez la tierra habló: le avisó de la  llegada  del oso.

“Pequeño hurón” lo  esperó  sentado. Cuando se acercó a él,  lo  miró a los ojos y  le  habló. Le  dijo que debía vivir aún porque había prometido a  sus padres  que  en la próxima  estación abatiría su primer búfalo. Le pidió  que le  dejara marchar para  avisar a su pueblo del acoso del  hombre  blanco –le enseñó sus muñecas atadas con cuerdas-, porque como dijo “Águila en la cima” al hombre  blanco le perseguía una maldición: tenía el  poder de  marchitar la  tierra que hollaba, y debían prepararse; que  si el hombre blanco ocupaba las tierras libres, profanaría el bosque, quebraría los árboles, daría caza al oso y al ciervo; la hierba no crecería más.

No quedó el oso contento con esta amenaza; meneó el hocico, alzó a  un lado su cabeza chata, y emitió un gruñido largo. Después se despidió del  muchacho, y bajó  la  ladera  siguiendo el rastro de una presa fácil cuyo olor denso y agrio era un clamor.

Pequeño hurón rompió sus ataduras en una roca afilada. Y así fue como  alcanzó, resollando, el  poblado, repitiendo sin parar un reclamo que al principio  su gente no entendió. Todo fue oportuno. Pareciera que entre lo alto y  lo profundo hubiese un acuerdo, porque dos lunas después, bajo el cielo estrellado, “Águila en la cima” inició los rituales. Danzando  en torno al fuego  “pequeño hurón” se empoderó y fue llamado desde entonces Yututskwa Nuymacama, que significa: “la Madre Tierra me  protege”.

LA PRUEBA

   Se afanaron en la tarea que cada uno se había asignado. Apuraban  los últimos rayos del sol que inflamaban las nubes. La tierra opaca guardaba un silencio mortecino.

Antes del anochecer Talio y Murno  regresaron con unas liebres, que la vieja Pondrila se encargó de despellejar y limpiar en un arroyo cercano, mientras Liria preparaba la hoguera. Surco tardó en bajar del árbol. Se había propuesto trepar tan alto como sus piernas y su destreza le permitieran. Desde las alturas,  sus ojos de águila alcanzaban a distinguir  el castillo, y era cierto que parecía una llama quieta rodeada de negrura.

Cenaron cayados, absortos en el crepitar del fuego que aplacaba el rumor vigilante del bosque. Estaban a un día de camino, y aunque atrás quedaba el Campo de los Quemados, y una jauría de lobos hambrientos, algo siniestro se revolvía en sus corazones.

   ̶ ¿Qué dicen tus oráculos, vieja? ¿Gozaremos de protección en la ciudad?

   ̶ Todavía nos queda llegar. Luego ya se verá. No basta con blandir una espada. La última batalla se libra dentro, y ahí no hay sello, ni joya, ni promesa que pueda torcer los designios del arcano.

   ̶ Esta espada, mujer, ha ganado gestas que los juglares están por cantar. Y siempre luchó con honor por la causa cristiana. –Talio mantenía la cabeza muy erguida y la mirada perdida en las sombras, como si nadie la mereciera.

   ̶ He oído que esa ciudad es una fortaleza que guarda tesoros en sus entrañas, y también buenos vinos –terció Murno. Se limpiaba en el puño la grasa que resbalaba de su boca mientras  escupía trozos de carne triturada.  ̶ ¿Qué dices tú, Surco?

   ̶ Que adiestran ejércitos para luchar en tierras lejanas, y luego los nombran caballeros  y los colman de honores cuando vuelven victoriosos –terció el escudero, taciturno.

   Todos miraron a Liria, que guardaba silencio. Escondida en su sayo  masticaba pan seco con queso. Su voz frágil se dejó escuchar  temblorosa  en el silencio.

   ̶ Dicen que solo el que es puro de corazón puede atravesar sus puertas, que llevan siglos cerradas. – Miró a Surco a los ojos.

   Murno rio lanzando a la doncella una mirada de deseo.   ̶ ¿Acaso es una ciudad fantasma? ¿Y la guardan sus muertos?

   ̶ Nunca me asustaron tanto los muertos como los vivos, pero estos ojos han visto tanto… Esta misma tierra está maldita  – sentenció la vieja.

   Esa noche solo lograron protegerse del frío, porque el calor del fuego no alejó las pesadillas. Surco, que hizo la primera guardia y la última los vio revolverse inquietos. Él mismo soñó con Murno, aplicado a su oficio de robar. Mientras todos dormían se había llevado  caballos y enseres. Cuando Talio lo despertó de madrugada se sintió aliviado al ver que todo estaba en orden. Esperó al amanecer contemplando las estrellas en un cielo que empezaba a clarear.

Con los primeros rayos de sol retomaron el camino a paso lento, con cuatro corceles: en cabeza las mujeres montaban el jamelgo más flaco. Le seguían Murno y Surco. El más recio cargaba los fardos de enseres, y el caballero, siempre distante, cerraba la marcha. El paisaje se iba despejando, y por doquier aparecían  grandes piedras que el viento y la lluvia  habían cincelado a su capricho.

Pasado el mediodía alcanzaron el último cerro, y tras él se detuvieron desbordados por la panorámica. Algunas nubes cruzaban veloces; tapaban a ratos el sol, y  los ocres y pardos de la tierra pedregosa viraban recorriendo grandes distancias. Se detenían de repente, precipitándose en la  oscuridad.

Todos miraron hacia la torre del castillo, pues no era otra cosa que una fortaleza prieta y fuertemente amurallada, elevada sobre un promontorio; un farallón siniestro envuelto en un mar de negrura. Cuando el sol se imponía la piedra clara brillaba en la torre como  una espada flameante. El espectáculo les estremeció, más aún, cuando al acercarse, pese a la resistencia de los caballos, advirtieron los puentes de piedra. Eran tres en total, de apariencia tan liviana que semejaban las patas de una araña. Un viento cortante envuelto en lamentos subió hasta ellos. Las bestias se encabritaron. Hubieron de amarrarlas a unos árboles y continuar a pie el último tramo. Algo ominoso se apoderó de ellos cuando se asomaron a la sima. A partir de allí la tierra era oscura y profunda, como una herida mortal en la tierra quebrada. Solo la fortaleza se erguía al otro lado, desnuda, desafiante.

Cruzar uno de aquellos puentes requería algo más que templanza. El más ancho, por el que hubiera pasado una carreta tirada por bueyes, estaba roto; quedaban de él un muñón a cada lado. Los otros dos puentes, separados unos doscientos pies, no estaban más lejos ni más cerca que el primero; se cerraban en ángulo sobre el terreno curvo que miraba al castillo, convocados por su poder.

Pondrila se agarró el estómago, y todos, hasta el noble Talio, creyeron que sus fuerzas flaqueaban. Cada uno de los puentes que aún estaban intactos no tendría más de un metro de ancho; ascendían ligeramente antes de abrazar la roca, a unos trescientos metros, y el suelo era irregular. Se veían tan frágiles que era inverosímil que el abismo no los hubiera engullido.

Aún les llevó algo asumir que solo había un camino. Una bandada de buitres comenzó a sobrevolar en círculos el abismo.

   ̶ Ahora entiendo que la llamen así  – dijo el caballero, sin llegar a entenderlo en todo su sentido.

  ̶ ¡Arcosanto! –clamó Murno.

  ̶ Ese es uno de sus siete nombres.

   ̶ ¿Cuáles son los otros?

   ̶ Los otros, rufián, los conocerás cuando pases al otro lado.

Espoleado por la dureza del caballero, el ladrón no se anduvo con cábalas; para sorpresa de todos fue el primero en probar fortuna. El miedo cedió su privilegio antes de tomar la delantera a la codicia. Avanzó Murno precavido los primeros cien metros, haciendo acopio de valor y deseo. Luego se detuvo, vacilante. Quiso correr hacia adelante, pero algo se lo impedía. Trastabilló y ante el estupor de sus compañeros cayó a un lado, arrastrado al abismo. Todos miraron con expectación a Talio, el caballero.

Talio oteó en la distancia, y no tardó en acudir a la llamada de su destino. Se internó en el puente con paso firme. Luego aflojó, como si la coraza del yelmo y el resto de la armadura cayeran a plomo sobre su cuerpo macilento. Cuando ya había alcanzado la mitad del recorrido desenvainó la espada y empezó a blandirla en el aire, cada vez con más rabia. En un arrebato final la sacudida le hizo perder el equilibrio y cayó al vacío.

Liria se llevó las manos a la cara. Pondrila cogió algo del refajo, y lo asió con fuerza sobre el pecho, mientras recitaba entre murmullos, con los ojos cerrados. El escudero se apartó, sumido en profundas reflexiones. La cicatriz que hendía su rostro, la misma que daba fe de su nombre, y que había sido durante años la prueba su amargura, pareció hundirse aún más en su piel curtida. Comenzó a caminar a un lado y a otro con la cabeza gacha. Por fin se detuvo y se sentó sobre una roca. Liria y Pondrila hicieron lo propio; habían perdido toda esperanza de alcanzar el castillo.

Surco perdió la mirada en un horizonte que parecía inalcanzable. Luego contempló el cielo, resignado. Los buitres ya planeaban en lo profundo en busca de alimento. Buscó el escudero una rama gruesa que le sirviera de apoyo. La arrancó de un árbol reseco con ayuda de su daga, y se acercó a las mujeres. Liria lo miró angustiada.

   ̶ ¡Toma Surco, llévalo contigo, te protegerá! –

De entre las piedras lunares que adornaban su cuello acartonado, Pondrila se había arrancado una opaca, marcada con tres runas; se la ofrecía sin reservas. Era lo más valioso que tenía, pero Surco la rechazó humilde.

   ̶ No, mujer, yo no creo en tus amuletos. Si no está en mi destino pasar, de poco me servirán.

    ̶ ¡Surco, no seas necio, tómala!

   ̶ ¡Surco, escucha a la anciana!

   ̶ Gracias, pero no. Vosotras sois dos, y yo solo uno. Si logro pasar, buscaré ayuda. Os prometo que no os dejaré a vuestra suerte. Si no lo consigo rezad por mi alma.

   Se internó el escudero al fin por la estrechura del puente, precedido de su báculo, del que aún florecían algunas hojas verdes. A mitad de su recorrido hincó la rodilla. Se enderezó despacio. Las mujeres contenían la respiración. Liria lloraba. Cerraba los ojos pero una cruel inercia le obligaba a abrirlos de nuevo, siempre para comprobar aliviada que el escudero avanzaba, y al fin llegaba al otro lado. Solo entonces se levantaron y la muchacha sollozó esta vez de alegría, aun sabiendo que ellas no pasarían.

Surco se volvió y contempló por última vez, con dignidad y respeto, el filo de su navaja.  Todo lo demás también quedaba atrás. Toda su vida se había reducido a una huida, nada más. Vació sus pulmones de esos últimos estertores, y cuando los llenó de nuevo, sintió que una sabia nueva regaba su cuerpo, y su alma resplandeció como una espada flameante. Luego alzó la mano a modo de despedida, antes de internarse entre los riscos del promontorio, por el camino que conducía a las puertas del castillo; desde allí se divisaban casi ocultas las murallas de la ciudad. Por el humo de las chimeneas que agrisaba los cielos supo el escudero que había allí vida y esperanza de futuro. 

El olivo

   Ninguno de nosotros lo vio venir. Ni siquiera el más anciano, poco acostumbrado al mundanal ruido de los hombres que pueblan esta linde. Primero es la estridencia de los grandes senderos de grava. Con ellos vienen los apoderados de los campos, para ordenarlos. Allá en mi terruño, puede que por las rocas y el terreno sinuoso,  no llegaron a hincar su azada. Por incontables estaciones nadie nos molestó. Nada alteró el curso natural de los ciclos.

   Confiábamos en nuestra fortuna, indolentes, engañados por un retoño que llegó a nosotros por accidente. Un retoño es como una brisa entrecortada que cambia continuamente de dirección y luego se apaga. No tiene fuerza, ni propósito, ni asiento. Qué razón tenían algunos que no han vivido mucho ni poco, sino lo justo, al entender que detrás de uno vienen muchos. Tenían razón. Eso era una constante, como la escarcha en los albores del invierno.

   No sé por qué vendría a mí, al fin, aquel retoño, después de tantas incursiones, tras patear la tierra, asustar a los pájaros, masacrar a los pequeños moradores de la tierra, del aire. Sería que me vio imponente y se plantó frente a mí, desafiante. Marcó mi piel con algo afilado, y luego la suya propia con un golpe seco sobre mi herida, como si librara una batalla consigo mismo pero lo hiciera espejándose en cualquier blanco animado o inerte. Algo de él quedó impreso en mí: su fina corteza, su sabia ligera y tibia, me impregnaron. Luego comprendería que las brisas ligeras pueden ser peligrosas cuando traen consigo vendavales capaces que arrancar árboles robustos, dehesas y bosques.

   A raíz de aquellas incursiones fueron viniendo otros, y no eran retoños precisamente.

   Tan enraizado me hallaba en los límites entre la sierra y el valle… Conocía las virtudes y los estragos de cada estación. Sentía muy de cerca a los míos con la llegada de la primavera. Su eco llegaba a mí a través de los vientos y de la tierra. Hermanados en lo profundo, compartíamos quietud y rumores. Los últimos cada vez más continuos e inquietantes, iban cercando los límites del bosque, hasta el día en que vinieron a por mí. No emplearon el vil metal para cercenarme. En lugar de ello, cavaron con sus máquinas la tierra que me acogía, y por un breve tiempo, menos de lo que tardo en esparcir mis frutos, dejé de escuchar el pulso de la tierra, y a los seres que como yo se nutren de ella.

   Perdí todo contacto con los míos. El aire se enrareció y los ecos conocidos se disolvieron. Vinieron a reemplazarlos unos efluvios tímidos, desconocidos, y una tierra tímida, desarraigada como yo.

   No conté las estaciones que me llevó horadar la tierra, cavar profundo, buscar respuestas. Las que encontré no me consolaron. El aire susurraba confuso en algún dialecto que sólo la primavera me traducía. Diría que a mi alrededor el espacio se había petrificado y en él no había vida a la que pudiera dar cobijo. Algún pájaro se posaba en mis ramas y pronto emprendía el vuelo sin ánimo de volver, mucho menos de anidar. Estaba sólo, aislado del mundo. El invierno se instaló en mi ánimo y nada más que me ocupé de nutrirme. Aun así perdí gran parte de mi verdor.

   Afanado en destilar la sabia que lubrica mis anillos, aquellos que contienen toda mi historia, no tenía clara conciencia de que en ella estaba impresa una marca humana. Creí sentir a aquel retoño que no era ya brisa, sino un sostenido vendaval. No entiendo como pude sentir algo tan volátil, tan humano, pero eso explicaría lo que sucedió después. Un día la materia inerte se hizo a un lado, y aquella presencia humana tomó consistencia. Vino hacia mí envuelvo en una forma más de torbellino que de ventisca. Apoyó su mano sobre la herida que una vez me infligió. No, no era sólo su mano, con los dedos firmes reconociéndola;  apoyaba voluntad y emoción a partes iguales. Ese suave torbellino me hizo cosquillas en la herida, penetró en mi corteza de un modo misterioso y reverberó  en mi último anillo. Luego tomó impulso hasta una de mis ramas bajas, que reverdeció en una temprana primavera.

   Mis frutos yacían a sus pies en tierra estéril, cubierta de piedras. Muchos inviernos después, en una de sus visitas, debió tomar una aceituna recién caída; la misma que sembró en algún terreno próximo, que ha crecido, que me habla hoy en el viento.

   El zagal que fuera brisa y luego vendaval, hoy es brisa otra vez y parece apagarse. Cada vez más a menudo lo inerte se hace a un lado; él empuja lo inanimado y viene a mí. Su tacto tembloroso vuelve a la herida. Ya no sé si es la suya o la mía, o la de ambos. Se confunden. Sólo sé con certeza que él me eligió, hizo mío su hogar. Tal vez cuando muera y se entierre en él, cuando devuelva a la tierra parte de lo que tomó, se rompa un hechizo de palabras que nos separan, y empecemos a entendernos de verdad.