CRUZ

Seguí un reguero de alcohol y cristales hasta el callejón, y allí lo encontré, estampado contra la escalera.

Me conmovió verlo así, como un crucificado.

¡Su cruz era la escalera!

Conté, que curioso, siete peldaños.

La noche, traicionera, reduce la escala cromática a tristes sombras.

Tan suave como mis palabras fue el roce sobre su hombro.

Abrió el ojo sano y vio a un hombre mayor, más fornido.

Tembló un momento, y algo escapó de sus labios rotos.

Para darle seguridad besé su frente.

Se dejó coger en mis brazos.

Lo rescaté de la hiel, en el punto exacto donde comienza una historia de amor y redención.

ORO

Un reflejo del sol tras la cortina convierte en oro el marco del cuadro

de un simple hotel de ciudad: punto de encuentro.

Y la estampa que realza se tiñe de oro.

La fronda inmensa tras la ventana es oro verde mecido en el viento.

La cama mullida, las almohadas, se dejan dorar; todo en la cámara.

Y salgo impulsado a la calle, y el trayecto que acarician mis ojos

es una alfombra dorada.

Hasta la escalera desplegada que sostiene tus pies, tu emoción,

cuando llega el tren de los deseos. Doradas serán la tarde, la noche.

Me resta la avidez de robar el cuadro; hacerlo mío.

Encerrar en él estos momentos.

Y si pasa nuestro tiempo, ‒que tal felicidad parece un sueño‒

sentarme a contemplar el cuadro que enmarcó lo nuestro.

Entrar en él, y desaparecer, y allí encontrarte.

Nombre de mujer

Casi huérfana de vida, la ciudad tenía más que nunca rostro de mujer, atrincheraba a los hombres en la Casa del Pueblo y en la Prefectura, organizando como podían la defensa de la ciudad. Massimo recorría las calles desangeladas. En su camino solo encontraba rostros femeninos: en el mercado o en improvisados tenderetes, en los negocios que aún permanecían abiertos, también en algunos edificios oficiales; los jardines públicos eran cultivados y vigilados con esmero por ellas, e incluso los tranvías que circulaban casi vacíos por las vías principales los conducían mujeres. Ante este escenario insólito le asaltaba una nueva preocupación, y como no podía ser de otra manera, tenía nombre de mujer.

 

 

QUINCE

   Tuve una vez quince años y un miedo atroz al mundo adulto. Leía en la mirada, el corazón y las palabras. Hoy soy adulto y te envidio. Frente a ti apenas he crecido en tamaño, consciencia y bagaje, con el alma atascada en los quince, resintiendo en ellos. Cualquier mundo es posible hasta entonces cuando, cargadas las tintas, dejamos de ser páginas en blanco.